Para Andrés Hurtado solo hay un principio irrefutable.
Finales del siglo XIX. El joven está empezando sus estudios universitarios de Medicina, pero le resulta imposible tener fe en un sistema que premia el ego, las apariencias y el amiguismo. Finge divertirse con sus compañeros, aunque tampoco entre ellos logra encajar. Solo saben hablar de temas que él dejó atrás cuando era un crío; salen por la noche a lugares que lo dejan indiferente y aspiran a una vida cenicienta que a Andrés se le antoja vacía.
Incluso entre su familia se siente un extranjero, a pesar del cariño que profesa por su hermano Luisito. La única excepción es el tío Iturrioz. Fue él quien lo condujo por el camino de la ciencia, al que ahora se aferra como a los restos de un naufragio.
Entonces Luisito enferma, no hay medicina capaz de hacer que mejore y a Andrés Hurtado solo le queda la duda. Una duda angustiosa, hambrienta y desbocada que siempre ha estado presente, pero ahora amenaza con hacerle perder la cordura.
¿Qué es más humano? ¿Vivir al margen de los problemas, ignorando la propia vida para evitar el sufrimiento... o luchar contra viento, marea, fuego y tierra para conseguir algo más justo? ¿Es posible vivir así?
No; ¿es posible sobrevivir así a la vida?
Pío Baroja se inspiró en sus propias experiencias para escribir El árbol de la ciencia. Gracias a ello consigue reflejar el atraso y el conformismo de la España de la época con una fidelidad y coherencia deslumbrantes. Así entendemos cómo fue capaz de retratar con tanta maestría la figura de Andrés: un joven sensible, incapaz de encontrar su hueco en una sociedad hostil que rechaza su progreso.
Y es que, aunque haya pasado un siglo desde la publicación de El árbol de la ciencia, las dudas de Andrés siguen clavándose en el pecho de sus lectores como una lanza, dejando un vacío de incertidumbre que cala hondo. No te preocupes si la destreza de Baroja aún no ha conseguido seducirte: esta lectura obligatoria no tardará en llegar a tus manos (y exámenes de selectividad).