El verano anterior de Lizzie fue perfecto. Lo pasó en el bosque, en la cabaña de su tío Davy, y conoció a Matías, que se convirtió en su mejor amigo. Quizá a primera vista puedan parecer un poco raros: Davy es famoso, pero lleva una vida de ermitaño, y Matías, por una enfermedad, es pequeño para su edad y tiene problemas de movilidad. Los dos son únicos, y Lizzie los adora.
Este verano también lo va a pasar en la cabaña de Davy, pero todo es distinto. Su madre y su tío ya no se hablan, y Lizzie se va con él porque su madre tiene cáncer y necesita estar sola durante el tratamiento. Y luego está el secuestro, claro. Junto al bosque hay una prisión de la que escapan dos convictos cavando un túnel, como en las películas. No planeaban secuestrar a nadie, pero las cosas se tuercen durante su fuga y un rehén parece su mejor opción.
Lizzie narra los hechos cuando ya ha pasado todo, dirigiéndose a un personaje cuya identidad desconocemos y al que culpa de lo ocurrido. El inicio de la novela resulta interesante: descubrimos esta ambientación tan original y a la vez se presenta el misterio. Luego la incógnita se alarga demasiado; encontramos página tras página de mensajes enigmáticos que no dan información nueva. El secuestro parece no llegar nunca y el lector ni siquiera averigua quién es el personaje secuestrado. Hacia la mitad del libro la trama vuelve a arrancar, los flashbacks disminuyen y el misterio recupera su ritmo.
Azules salvajes es una de esas novelas que no siguen los patrones habituales en juvenil, lo cual resulta refrescante. Lizzie y Matías tienen edad de protagonistas de middle-grade, y sin embargo la historia es muy oscura para esa franja. La ambientación es casi atemporal y los personajes tienen preocupaciones atípicas puesto que sus problemas también lo son. La primera mitad del libro está llena de piezas de rompecabezas que parecen alargar la historia innecesariamente, pero que luego cumplen su función en el desenlace.
Un libro peculiar para lectores que buscan algo diferente.