La noche en la que Sylvia Carr llega al pequeño pueblo que vio nacer a su madre, escucha una canción que parece que sale de su interior, que hace que se sienta diminuta al mirar hacia arriba, a las estrellas. Y, con la canción, sale a la superficie la Sylvia del pasado.
El ala de un gavilán con una herida mortal en el pecho encierra una canción que, cuando se libera, se instala en los huesos y a la vez sale de ellos. Una música de dolor, miedo, destrucción e incertidumbre, de la angustia de las mentes que son bosques y de pasados de los que arrepentirse. Una canción que conecta con lo que éramos, con nuestro lado salvaje. Un canto que es capaz de llamar a los muertos para que nos enseñen a ser como ellos, porque una vez ellos fueron como nosotros, fueron nosotros y nosotros somos ellos.
Lejos de la ciudad, Sylvia Carr tiene dos semanas para reencontrarse con su lado más primitivo, para comprender en profundidad la injusticia de la destrucción y la importancia de la lucha. Son dos semanas en las que reconecta con la naturaleza, se convierte en ella y conoce a personas que se salvaron gracias a la belleza del mundo o que han dejado de huir de su pasado para conocerlo y perdonarlo.
Durante poco más de ciento cincuenta páginas, la prosa de David Almond, delicada y expresiva, nos transporta a los bosques de Inglaterra, a los remansos de paz que, como a Sylvia, nos alejan por un tiempo del ruido de la ciudad, de las expectativas y de las malas noticias constantes.
El canto del bosque es una melodía de preocupación, de sueños adolescentes, de dolor y soledad, pero también es un ritmo esperanzador que promete que todo mejorará y una letra que evoca amistad, amor, comprensión, ayuda y bienvenida. Es un canto que nos hace sentir pequeños y, a la vez, nos hace sentir por unos instantes que podemos cambiar el mundo.