Dani regresa al pueblo en el que veraneó los agostos de su niñez y su adolescencia. Ahora está en la treintena y se casa dentro de unos días, pero ha decidido hacer una última excursión en su soltería. Con su vuelta al pueblo quiere completar un proyecto fotográfico que consiste en sacar una foto en el mismo lugar exacto donde sacó sus primeras fotografías de niño.
Al volver, muchas cosas han cambiado. Un lugar de la costa como este ha crecido, se ha urbanizado y muchos de los enclaves que Dani recuerda son distintos. Pero esto es secundario: lo que de verdad le importa es saber qué fue de Pumuki, un chico pelirrojo que fue su mejor amigo durante todos aquellos veranos.
El zaragozano Alfonso Casas escribe e ilustra El final de todos los agostos bajo la edición de Lunwerg, una novela donde, sin duda, el gran tema es la nostalgia. De los primeros años de nuestra vida, del pueblo, de aquellos veranos que eran un lugar idílico irremplazable, de las amistades perdidas y de la inocencia que Dani ha dejado atrás al crecer. Esta pátina del recuerdo se evidencia en la novela con su diseño, pues unas hojas en papel cebolla —las fotografías del Dani niño— se superponen a las que saca en la actualidad. Así, al pasar la página el lector es partícipe activo de este regreso al pasado.
Las ilustraciones de Casas tienen una increíble fuerza porque consiguen recrear el ambiente rural, la década de los noventa y los colores del verano a través del filtro del recuerdo. Además, la vida presente de Dani se representa en blanco y negro, mientras que las escenas que remiten al pasado se llenan de color.
La historia que se cuenta probablemente no es la más compleja ni la más original, pero hay una singularidad en las ilustraciones del autor, en las que vuelca todo el humor, la ternura y el sentimiento de los personajes. Todos hemos vivido el final de todos los agostos, y cada año esperamos no tener que revivirlo.