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La luz de las profundidades
Frances Hardinge

Bambú
Reseñas de novedades El Templo#80 (febrero 2021)
Por Daniel Renedo
2.929 lecturas

«Somos lo que hacemos y lo que permitimos hacer».

Desde el Abisal, los dioses dominaban el archipiélago de la Miríada. Lo habían hecho durante siglos gracias al temor reverencial que se les tenía, pero ahora que están muertos el miedo que inspiraban no deja de disminuir.

Hark no ha conocido otro lugar que la isla de Ansia de la Dama —nombre que le fue dado por su deidad particular, la Dama Oculta—. Aunque ya no vive en el Refugio para niños, ahora lo hace en una choza junto a Jelt, su fiel compañero, y una pandilla que en cualquier momento se deshará de él. Jelt lleva diez de los catorce años de Hark a su lado; nunca le ha fallado, pero siempre le ha hecho cómplice de todas sus misiones clandestinas, en las que hubiese deseado no participar.

Un nuevo encargo de la contrabandista Dotta Rigg acaba llevando a Hark a un destino indeseado: será vendido para trabajar durante tres años para la doctora Vyne, con la misión de sonsacar a los viejos sacerdotes —que «conocieron» a los dioses— los secretos que estos pretenden llevarse consigo a la tumba, algo que ella no está dispuesta a permitir.

Después de las tres novelas de ambientación histórica (traducidas por Bambú) de Frances Hardinge, nos llega su obra más reciente. La luz de las profundidades es una novela de fantasía que conserva todo aquello que caracteriza a su producción: la riqueza de sus atmósferas, la maestría de su pluma, la hondura en el tratamiento de sus temas —siendo en esta ocasión monstruosidad, amistad, sociedad y deidad los que decide explorar— y la complejidad de sus personajes.

Por primera vez, el protagonista es un muchacho. Y el mundo en el que este vive es uno en el que aquellos con la sordera del «beso del mar» son reverenciados y la «divinería» —los restos de los dioses— codiciada por sus propiedades y su valor en el mercado, al igual que lo son los secretos.

Aunque una construcción de esta magnitud requiere un ritmo pausado, Hardinge no da puntada sin hilo; absolutamente ninguna de sus reflexiones es en vano y cada una suma al sublime todo que es La luz de las profundidades. ¿O es «fresc» —«una hermosura retorcida que te revuelve el estómago pero que a la vez te hace girar la cabeza»— el adjetivo que buscamos?