En las novelas juveniles siempre acompañamos a personajes que sienten emociones intensas, que se embarcan en intrépidas aventuras, viven amores apasionados o se enfrentan a grandes crisis personales. ¿Pero qué ocurre con esos jóvenes que se aburren como condenados?
Vera no tiene mucho que hacer. Su padre pasa los días arreglando la estatua en honor a su difunto abuelo —que los vecinos se encargan de volver a vandalizar a la menor oportunidad— y debatiendo con su abogado los pormenores del caso por el que el pueblo repudia a su familia. Su madre, ingresada en un centro sanatorio, no puede verla. Y en el nuevo instituto tampoco ha hecho muchos amigos; es lo que tiene encerrarse en el baño durante los recreos para enrollarse con un chico al que apenas dirige la palabra.
Cuando acabas de cumplir trece años, tanto tiempo libre significa darle vueltas a la cabeza. Pensar, dudar, cuestionar, imaginar y, en casos extremos, inventar. Porque desde pequeña Vera domina el arte de la mentira catedralicia, y la aparición del misterioso hombre monja difuminará aún más los contornos entre realidad y ficción.
Julia Viejo siembra un puñado de recursos literarios para cultivar una novela iniciática para nada al uso. Desde la simbología de la naturaleza hasta las metáforas sobre la maduración, la autora convierte la ambientación rural en un ente con vida propia, que acompaña de maravilla la caracterización de la protagonista. Conocemos a Vera en un punto inusual: ella ya ha evolucionado, solo falta que el resto del mundo se dé cuenta.
«Sentí en la espina dorsal un escalofrío de satisfacción al convertirme de pronto en la joven descarriada que siempre había soñado ser».
En su mundo predominan los personajes peculiares: madres absurdas, padres presentes desde un silencio asfixiante, familias piadosas, internos desajustados, hombres con hábito de monja y, entre tanta rareza, almas afines a ella. Esas conexiones inesperadas entre la protagonista y mujeres de lo más variopintas resultan cautivadoras y transmiten una sensación de calma inesperada, que contrasta con la tensión dormida predominante durante todo el relato.
Mala estrella también tiene un punto de humor y muchas dosis de ironía. No en vano, a la narradora «se la suda» lo que piensen de ella. ¿Y quién no va a identificarse con una adulta perdida en el cuerpo de una niña, que no comprende los misterios de la vida?