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Momo
Michael Ende

Loqueleo
Reseña inédita
Por Nuria Dam
10.450 lecturas

¿En cuánto estima usted, señor lector, la duración de su vida?

¿Cuánto tiempo necesita, en total, para todas las comidas del día? ¿Cuántas horas suele dormir, de promedio, cada noche? ¿Cuánto tiempo tiene que sacrificar diariamente para el trabajo?

Tiempo, tiempo, tiempo. Tiempo perdido.

¿Por qué sigue leyendo esta reseña? ¿No cree usted que no puede seguir con este despilfarro? ¿No sería hora, señor lector, de empezar a ahorrar?

Así, entre palabras seductoras y humo de cigarrillos, los misteriosos hombres grises ejercen su influencia en el mundo. Y también así, poco a poco, los amigos de Momo dejan de pasarse por el viejo anfiteatro en el que la niña vive. Ni los chicos con los que inventaba juegos para viajar, sin moverse, a fantásticos lugares; ni los mayores a los que solía escuchar de esa forma de la que solo ella era capaz; ni si quiera Gigi y el viejo Beppo, sus inseparables compañeros, tienen ya tiempo para hacerle una visita.

Tiempo, tiempo, tiempo.

Momo es la única a la que le sobra. Y hará todo lo que esté en su mano para devolver a los hombres el tiempo que les ha sido robado.

Lo primero a destacar sobre Momo son los personajes: ingeniosos, excéntricos y entrañables, dotados de un encanto que solo Ende es capaz de regalar. Desde el maestro Hora y la tortuga Casiopea hasta los hombres grises, pasando, por supuesto, por la carismática Momo: sus personalidades se quedarán grabadas en tu mente durante mucho tiempo.

Hay que agradecerlo, en gran parte, a la prosa de Ende, que cabalga a medio camino entre cuento de hadas y preciosa poesía. Plasma sus ideas de forma tan clara que es difícil no sentirse identificado al instante con los pequeños momentos que describe, tan simples como mágicos.

Probablemente eso sea lo que más marca de la historia de Momo: el mensaje. Un mensaje que impregna cada página de la obra y que, al terminar, te hace sentir que esta vida tan frenética no es vida de verdad.

Párate a charlar con ese amigo de la infancia que siempre saludas con prisas por la calle; permítete el lujo de llegar tarde a clase para desayunar un trozo del pastel de aquel escaparte que ves a diario; piérdete en el rincón de la ciudad que parece sacado de una película y, por un día, no te preocupes por lo que venga después. Es la única forma de acabar con los hombres grises.