Los tres cantores.
Estos tres cantores de barro salieron de las manos de mi amigo, el escritor, alfarero y etnógrafo Ignacio Sanz. Vigilan en silencio todo lo que hago, y a la vez son los custodios de mis diccionarios (es tarea seria). Me gusta su silencio embelesado, que parece de lectores, aunque en realidad son cantantes silenciosos.
El desorden es parte de la gracia.
Mi rincón en el mundo. Luz de día, los recuerdos que me gusta tener cerca, algunas fotos, mi música y todas las palabras que he escrito alguna vez, ordenadas en una estantería de doble fila. Lo demás, pilas de libros ajenos que trato de clasificar según prioridades. Siempre acabo mezclándolos y saltándome el orden que yo misma establezco.
La mesa
He aquí la fauna que me acompaña cada día: una hormiga que hizo con barro mi hijo Adrián cuando tenía 5 años y la mariquita que les compré a las monjas del Monestir de Sant Benet, en Montserrat, donde a veces me recluyo a escribir. Con los años, también he adquirido costumbres ridículas: siempre tengo en ese atril sobre la mesa el último libro que he publicado. El fantasma me lo trajo Francesc Miralles de Nueva York, para que me ayudara en la escritura de esa novela a la que ahora acompaña. La concha es de un día de amores clandestinos en una playa cercana: alguien a quien amo la rescató de la arena, y desde entonces está sobre mi mesa. Lo demás, viejas fidelidades: las plumas estilográficas -la de la foto es también muy especial, y procede de la misma mano que la concha-, mi Bach, mi Yo Yo Ma, mi Sabina y mis -muchas y simultáneas- Moleskines.
Retaguardia rusa
Estos diez muchachos de madera, custodios desde la retaguardia de mi biblioteca y, por ende, de la entrada de mi estudio, son indisociables del proceso de escritura de El anillo de Irina. Me los envió desde San Petersburgo mi amigo Victor Andresco, a quien la novela va dedicada.