Apostamos un penique a que piensas que no has leído nada de esta autora y te equivocas. Será difícil que hayas tenido un libro suyo entre tus manos, porque han tardado en traducirse al español, pero te aseguramos que la has leído de manera indirecta. ¿Te imaginas la literatura juvenil sin los autores británicos de fantasía? Pues todos esos nombres imprescindibles que te vienen a la cabeza crecieron leyendo a E. Nesbit, y sus obras lo reflejan más de lo que parece.
La infancia, divino tormento (y fuente de inspiración)
Como buena autora de libros infantiles que se precie, Nesbit tuvo una infancia complicada. El mundo le regaló una llegada apacible: nació en 1858 en Londres, durante la época victoriana, en una familia acomodada. Su padre regentaba una facultad agrícola y su madre cuidaba de todos los hijos; Edith fue la sexta y última. Antes de cumplir cuatro años, su padre murió y la madre asumió la gestión económica.
Eso hizo que Edith y sus hermanos creciesen a sus anchas: independientes e indomables por un lado, pero algo desamparados por otro. La autora recordaba esta época sin nostalgia, asegurando que fue infeliz y que le asolaban las pesadillas. No encajaba en las instituciones «de señoritas», cuestionaba todo tipo de autoridad y llegó a decir de una escuela que «hubiese preferido un arresto penitenciario». Esta curiosa mezcla de indefensión y rebeldía se reflejará continuamente en su obra.
Otro elemento recurrente es la ambientación bucólica de la campiña inglesa en la que enmarca sus historias. Puede parecer nostálgico, pero lo cierto es que Nesbit pasó toda su infancia de mudanza en mudanza internacional. En busca del entorno más favorable para la enfermedad de Mary —una de las hermanas—, la familia vivió en varias ciudades de Francia, Alemania y también España. La joven convaleciente se comprometió con un reconocido poeta de la época, Philip Bourke Marston, pero ella murió antes del enlace. Solo entonces se asentaron los Nesbit en el condado de Kent, cuyos paisajes encandilaron a Edith de por vida y le dieron la estabilidad que aún no había tenido. Allí empezó a escribir poesía.
Ama et labora o cuando se confunden amor y trabajo
Cuando cumplió la mayoría de edad, regresaron a la ajetreada capital, y comenzó el periodo que marcaría el rumbo definitivo de su vida.
Nada más conocer al que sería su marido, Hubert Bland, quedó prendada hasta el punto de desentenderse de su compromiso con otro empleado del mismo banco. La boda, cómo no, resultó un escándalo para la época: Edith se casaba embarazada de siete meses y su madre no acudió a la ceremonia. Pero eso no era lo peor. Después se descubrió que Hubert vivía una segunda vida en su pueblo natal, donde tenía un hijo con una doncella de la casa familiar. Sería el primero de los muchos escarceos que definirían el matrimonio y que, sin embargo, nunca llegaron a romperlo.
Bland tenía muchas amantes, pero sin duda la más chocante fue Alice Hoatson, secretaria y amiga de ambos. Edith se compadeció de su embarazo fuera de matrimonio y se ofreció a adoptar a la niña... antes de descubrir que el padre era su propio esposo. Trece años después, se repitió el episodio, esta vez con un niño. A pesar de su enfado inicial, Edith aceptó la adopción y crio a Rosamund Edith (sí, el sarcasmo de los escritores no conoce límites) y John Oliver como a sus tres hijos biológicos, Paul Cyril, Mary Iris y Fabian (recuerda este nombre para más adelante, porque tampoco es casual). A todos les dedicó alguno de sus libros y colaboró en varias obras con Rosamund (quien tardaría en descubrir que su supuesta tía Alice no era tal), pero no los incluyó en su testamento.
Algunas biografías especulan que Edith aguantó la discordia porque su mecanismo de afrontamiento favorito era hacerse amiga de sus «rivales»; otras aluden a su sonada generosidad con las personas en crisis, al trabajo que com- partía con su marido o, simplemente, a que asumieron un modelo de relación abierta, porque la propia Edith también tuvo sus romances, como el rumoreado con el Nobel de literatura George Bernard Shaw.
Amorosa o no, lo cierto es que existía una estrecha relación entre la pareja y Shaw, además de otros intelectuales como Eleanor Marx, hija de Karl Marx. Juntos fundaron la sociedad Fabiana (he aquí la segunda muestra del exquisito arte de los escritores al bautizar a sus hijos como si fueran personajes de una sátira). Dicha organización reflejaba sus ideales socialistas y sería precursora del partido laboralista en el país. Edith escribía de manera regular sobre política, sociedad y economía, además de ser invitada como ponente a la London School of Economics. Con todo, su vocación era de poetisa.
¿Es que nadie piensa en los niños?
Bajo el andrógino E. Nesbit, comenzó a publicar relatos, poemas y críticas en revistas y periódicos, además de editar el diario Today de la sociedad, pero fueron los cuentos infantiles lo que empezó a reportarle dinero. Ella aportaba la mayor parte del sustento familiar (una rareza más respecto a lo que se esperaba de una mujer en la época), de modo que los ingresos eran más que bienvenidos. Así, lo que comenzó como una actividad secundaria se convirtió en su profesión.
Su primera novela juvenil encabezó la saga de los hermanos Bastable. En Los buscadores de tesoros (1899) los seis hermanos intentan recuperar la fortuna perdida de su padre, con más torpeza que acierto. Ya en esta primera obra se pone de manifiesto el sello personal de Nesbit que merecidamente la hizo destacar, incluso en su tiempo. Al hilo de una infancia miserable pero a la vez cautivadora, el declive de las familias aristocráticas o la ausencia de protección (en este caso, falta la madre), se eleva una voz narrativa carismática e inusual. Para muestra, su presentación: «esta historia la cuenta uno de nosotros —pero no te diré quién es: tal vez lo haga cuando se acerque el final. Según avance la historia puedes ir probando a ver si lo aciertas, pero yo apuesto a que no lo adivinas». Por supuesto, en dos frases ya somos conscientes de quién se esconde tras una apariencia de objetividad, pues la falsa modestia y la vanidad de Oswald relucen en todas sus intervenciones e interpretaciones de la realidad; entre los hermanos, él suele salir mejor parado, y hasta sus errores son justificados por el narrador. Su gracia y cercanía compensan ese intento chapucero de engaño, y ahí reside la genialidad de Nesbit: al hablarnos con la voz del joven las enseñanzas no suenan aleccionadoras, las aventuras se viven en las propias carnes y la insurrección ante los adultos es legítima y creíble. Oswald se permite traspasar la cuarta pared con una honestidad rompedora y una actitud desafiante ante el lector que más tarde serían imitadas por muchos autores: «me temo que el capítulo anterior fue bas- tante aburrido. En los libros siempre resulta aburrido cuando la gente habla y habla y no hace nada. (...). Lo mejor de los libros es cuando pasan cosas. También es lo mejor de la vida» o «Nuestra Madre falleció y si piensas que no nos importa porque no te cuento mucho sobre ella, solo demuestras que no tienes ni idea de cómo funcionan las personas». Seguimos en la primera página, pero Nesbit ya ha dejado clara la posición desde la que se acerca a los niños: sabe que no son tontos, ni bufones, y que su literatura también es cosa seria. Por eso anticipa sus posibles preguntas y trata de darles respuesta. La historia continuó en 1901 con Los seremosbuenos (sí, escrito todo junto) y The New Treasure Seekers (1904), aunque los hermanos se colarían posteriormente en algún que otro relato y en la novela para adultos The Red House.
Esta serie fue tan querida que otros autores se han encargado de imaginar el futuro de los Bastable (por ejemplo, Michael Moorcrock). Sin embargo, el máximo reconocimiento llegó con Los chicos del ferrocarril, su novela más famosa. En ella, tres hermanos se mudan a una cabaña en Kent, junto a las vías del ferrocarril, al que saludan con el deseo de que les devuelva noticias de su padre. La historia guarda paralelismos evidentes con la anterior: el padre ausente (en este caso por un encarcelamiento injusto), la pobreza sobrevenida o el ensalzamiento de la cotidianidad como terreno de aventuras. No obstante, la identidad del narrador es desconocida, lo que no evita que se inmiscuya con el mismo descaro en el relato de los hechos. Como casi todos sus textos, este tiene mucho de autobiográfico: desde los saludos a los trenes, la localización o la familia incompleta, a la figura de la madre trabajadora, que escribe cuentos infantiles para mantener a la familia. Los hijos de la historia respetan con solemnidad este quehacer, quién sabe si en una indirecta a los vástagos propios.
Los cinco fantásticos
Nesbit era una gran partidaria de las aventuras sin salir de casa, pero tenía una imaginación desbordante que encontró en el género fantástico su mejor aliado. Tras los Bastable escribió la trilogía Psammead, compuesta por Cinco chicos y eso, The Phoenix and the Carpet e Historia de un amuleto. En efecto, los cinco niños son hermanos, y «eso» es el Psammead, un hado de las arenas con muy mal humor y la capacidad de conceder deseos. Por supuesto, todos los caprichos de los niños se tuercen y nada sale como esperan. En las secuelas viajan en el tiempo y en el espacio, con episodios tan memorables como el de la reina de Babilonia visitando el Museo Británico y exigiendo que devuelvan los tesoros egipcios.
El peligro de los deseos se retoma en la novela autoconclusiva El castillo encantado (1907). En ella, tres chicos exploran una fortaleza llena de magia. En esta ocasión el objeto encantado es un anillo que hace invisible a su portador. ¿Te suena familiar? Ya te advertimos que, sin saberlo, habías leído a la autora.
Dos años después, Nesbit desplaza la magia a otro escenario en La ciudad mágica, una historia independiente en la que el protagonista se introduce en su maqueta, que cobra vida.
Resulta imposible abarcar la totalidad de la obra de E. Nesbit: publicó más de sesenta composiciones entre poesías, novelas adultas, juveniles e infantiles, ensayo y cuentos (El último dragón y otros cuentos es una recopilación en castellano de los más fantásticos). Incluso cuenta con su propia autobiografía, Long Ago When I Was Young. Más allá de nuestro pequeño juego, nosotros te recomendamos que te asomes a alguno de sus textos para leerla de primera mano, que es como más se disfruta. Y ahora sí, ha llegado el momento de desvelar los nombres con mayúsculas que deben una carrera a la madre de la literatura infantil y juvenil fantástica.
Las letras como legado
En vida, Edith fue una mujer «disfrutona»: cuando las ventas de los libros iban bien, no desaprovechaba una oportunidad para agasajar a sus amigos con una fiesta. Entre sus allegados se encontraban autores como H. G. Wells (La guerra de los mundos, La máquina del tiempo), con quien más tarde tuvo un rifirrafe, y el ya mencionado Bernard Shaw. Era leída y admirada entre sus coetáneos.
Las generaciones futuras no se quedaron atrás: varias remesas de autores de la talla más alta, que cambiarían la historia de la fantasía y la literatura juvenil, crecieron leyéndola. Quizá el homenaje más explícito sea el de C. S. Lewis, que siempre reconoció su devoción y deuda con la autora. El sobrino del mago, primer volumen de Las Crónicas de Narnia, comienza así: «...en aquellos tiempos Sherlock Holmes vivía aún en la calle Baker y los Bastable buscaban tesoros en Lewisham Road». Otros guiños, como los anillos mágicos o la puerta a otros mundos en el armario, evocan también a retazos de las historias de Nesbit.
Entre los autores que han expresado admiración por Nesbit se encuentran sus compatriotas Diana Wyne Jones (El castillo ambulante); Neil Gaiman, quien incluyó un relato suyo en el recopilatorio Criaturas fantásticas; P. L. Travers (Mary Poppins); o J. K. Rowling (Harry Potter), quien declaró sentirse identificada con ella más que con cualquier escritor. Otros autores llevaron su amor más allá, como Noel Streatfeild (Las zapatillas de ballet), que escribió la biografía titulada Magic and the Magician, o la prolífica Jacqueline Wilson, que además de ser la presidenta de la sociedad Edith Nesbit, escribió Four Children and It, una novela que homenajea el clásico.
La repercusión literaria de Nesbit parece tan inabarcable como su propia obra. Y es que, al despertar la imaginación de tantos escritores, su legado se extiende en infinitas direcciones. En la cultura popular encontramos numerosas adaptaciones de sus historias, en formato audiovisual o escrito —la película más reciente es de este mismo 2020— y en las calles de Londres y Kent se señalizan enclaves tan importantes como su casa, el paseo Railway Children o los jardines de Edith Nesbit. De algún modo, Edith sigue viva en su valorada comarca, y también en la literatura, porque hasta más de cien años después su obra nunca ha dejado de imprimirse en Reino Unido.
En paz
En 1914 estallaba la Primera Guerra Mundial y, a la par, fallecía su marido Hubert. Reponerse le llevó un tiempo, pero recuperó la paz a las afueras de su adorado Kent. Allí vivió con su segundo marido, Thomas Tucker, con quien tuvo una relación de gran afecto hasta su fallecimiento en 1924. Él la sobrevivió y se encargó de grabar la inscripción en su sepultura, que hoy permanece en el cementerio de St. Mary in the Marsh.
Nesbit, tan única como las historias que inventaba, supo trasladar su temor y pasión hacia la vida en todo lo que hacía: quienes la conocieron la recordaban como una mujer imponente y atlética, peculiar en sus apariencia (se cortaba el pelo al estilo masculino, fumaba sin parar y cubría sus brazos de pulseras) y lúcida en sus ideas. Se adelantó a su tiempo con unas creencias humanistas y ecológicas a la orden del día, pero, sin duda, lo que perdurará por siempre fue su tino al dirigirse a los jóvenes desde la autenticidad y la autoconsciencia. Se dice que no le gustaban especialmente los niños, y por eso era capaz de reflejarlos como son, sin idealizarnos ni menospreciarlos; para ella eran iguales que los adultos, pero con los hándicaps de una minoría oprimida, que tenía la comunión como única opción de supervivencia. En sus propias palabras, recuerda: «de pequeña solía rezar entre lágrimas pidiendo que, cuando me tocara crecer, jamás olvidase lo que pensé, sentí y sufrí en aquel entonces». Y, en las palabras del narrador misterioso, que todo este tiempo no fue Oswald Barnable, sino ella: «siempre he pensado que si las personas que escriben libros para niños les conocieran un poquito más, todo sería mucho mejor».