1 de enero de 1919, Nueva York: nace Jerome David Salinger, a quien le esperaba una vida de lo más dispar. Le expulsaron de la escuela, conoció a Ernest Hemingway en el París liberado de 1944, y escribió El guardián entre el centeno, una de las novelas más recomendadas y a la vez más censuradas de la historia de los institutos estadounidenses. Tras su éxito, se confinó en las montañas de New Hampshire, desde donde publicó por última vez en 1965. Pero eso no significa que dejase de escribir: siguió creando hasta el día de su muerte; casi cincuenta años de escritos inéditos que, con algo de suerte, dejarán de serlo dentro de poco. Si quieres saber más sobre este reservado autor, sigue nuestro consejo de siempre: continúa leyendo.
El soldado de The New Yorker
Los Salinger eran una familia acomodada de Nueva York, pero al joven Jerome no le interesaba seguir con el negocio que les había ayudado a mantener su fortuna (la importación de carnes y quesos europeos). Él quería ser actor. Más adelante quiso convertirse en crítico literario: su sueño era ser publicado en The New Yorker, algo que no lograría hasta los treinta años, o hasta los treinta y cinco, técnicamente hablando.
Pero eso fue en tiempos de guerra, y aún nos queda bastante para llegar hasta ahí. La relación de Salinger con las historias arrancó mucho antes, cuando escribía con una linterna entre las sábanas de la academia militar Valley Forge. Allí se graduó, después de haber sido expulsado de su anterior escuela. Los estudios o no eran su fuerte o no eran su prioridad, porque también pasó por dos universidades antes de acabar en Columbia, donde conoció al profesor Whit Burnett, el editor de Story, la revista que le publicó por primera vez. Su relato The Young Folks vio la luz en 1940, y a ese le siguieron un puñado más, también en Story.
Al año siguiente, tras muchos rechazos, The New Yorker aceptó por fin una de sus historias: Ligera rebelión en Madison, donde aparece por primera vez Holden Caufield, el célebre protagonista de El guardián entre el centeno. Sin embargo, el relato no se publicó entonces, sino en 1946, es decir, cinco años después. No es de extrañar: en 1941 estalló la catástrofe de Pearl Harbour, y las prioridades editoriales de The New Yorker, del mundo, cambiaron.
No se puede entender a Salinger sin saber que luchó en la Segunda Guerra Mundial, donde fue agente de contraespionaje, encargado de inspeccionar los alrededores e interrogar a lugareños y prisioneros para recabar información sobre el campo de batalla. Su primer día en la guerra fue el 6 de junio de 1944: el desembarco de Normandía. Luchó en la batalla de las Ardenas y participó en la liberación del campo de concentración de Dachau. «Estoy asustado constantemente, ni siquiera recuerdo cómo se siente uno al ser un civil», escribió en una carta. Lo que vio y vivió en la guerra dejó una huella visible en sus historias, que a menudo trataban sobre la inocencia y los esfuerzos del mundo por destruirla. Durante sus días de soldado, Salinger no dejó de escribir, y dedicó mucho tiempo a un manuscrito que trataba, precisamente, sobre la pérdida de la inocencia, y que acabaría convirtiéndose en El guardián entre el centeno.
Para cuando terminó la guerra, los relatos de Salinger en The New Yorker le habían granjeado cierta reputación en los círculos literarios, que se consolidó en 1948, cuando publicó Un día perfecto para el pez plátano. La historia, alabada por la crítica y el público, nos presenta por primera vez a los Glass, la familia que protagonizaría la mayoría de los escritos futuros de Salinger. Un día perfecto para el pez plátano es la historia del suicidio del mayor de los hermanos Glass, Seymour. El relato se incluyó en su primera antología, Nueve cuentos (1953), a la que le siguieron Franny y Zooey (1961) y Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour, una introducción (1963). Todas ellas recopilaban relatos en su mayoría protagonizados por la familia Glass y publicados en revistas como Story, Squire o The New Yorker. La única novela «al uso» que publicó Salinger fue la que le catapultó a la fama y, a la vez, le empujó al exilio: El guardian entre el centeno.
Holden Caufield: fans, haters y asesinos
Es fácil encontrar en el inconformista y solitario Holden Caufield un reflejo de su autor. Ambos comparten muchas cosas, como por ejemplo, haber sido expulsados de la escuela. Así es como comienza El guardián entre el centeno, una de las novelas de formación más célebres de la literatura. El viaje de regreso a casa de Holden es también su viaje hacia el mundo adulto, que él rechaza por su falsedad. El resto, como suele decirse, es historia.
Algunos lectores ya conocieron a Holden en 1941 gracias a Ligera rebelión en Madison, pero con El guardián entre el centeno (1951) llegó a muchos, muchísimos más. Según la ALA (la Asociación de Librerías de América), el lenguaje vulgar y el contenido sexual convirtieron la historia de Holden en la más censurada en los institutos y librerías de Estados Unidos entre 1962 y 1982. Paralelamente, en 1981 fue el segundo libro más leído en las aulas. Cuanto más se indignaban unos, más lo compraban otros. Esta paradoja creó una nueva similitud entre Holden y su autor: Salinger se retiró de la vida pública y se mudó a un pueblecito de Cornish, New Hampshire, tan solo dos años después de la publicación de El guardián entre el centeno; sin embargo, cuando más protegía él su intimidad, más ávidos estaban los medios por destaparla.
Los productores cinematográficos también llamaban sin parar a su puerta, pero Salinger los ignoraba a todos. Ya había hecho caso a uno en 1949, y aquello se tradujo en Mi loco corazón, la película que «adaptaba» su relato El tío Wiggly en Conecticut, que espantó tanto a la crítica como al propio Salinger. Juró que nunca más permitiría que el cine desvirtuara una de sus obras, y su testamento se encargó de que esa prohibición le sobreviviese.
No es que el interés por las figuras de Salinger y de Holden desapareciera durante los sesenta y los setenta, pero sin duda se disparó en 1980. El gatillo de ese revólver lo apretó Mark David Chapman.
Su bala mató a John Lennon.
La policía encontró al asesino del ex Beatle leyendo un ejemplar de El guardián entre el centeno. En su interior había escrito: «Para Holden Caufield, de Holden Caufield. Esta es mi declaración».
Un año después, John Hinckley Jr. intentó asesinar al por aquel entonces presidente Ronald Reagan. El guardián entre el centeno fue uno de los libros que la policía encontró en su habitación de hotel. En 1989, mientras la actriz Rebecca Schaeffer esperaba el guion de El Padrino III para preparar su audición, un acosador se presentó en su casa y la mató de un disparo. Se llamaba Robert John Bardo. Además de la pistola, llevaba consigo un ejemplar de El guardián entre el centeno.
Media vida de reclusión… y de futuras obras
Holden Caufield dijo que «los libros que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras». Salinger no estaba de acuerdo con su personaje o, al menos, no se le veía muy dispuesto a ser ese autor al otro lado del teléfono. El éxito de El guardián entre el centeno fue una maldición para él, o eso parecía. Se recluyó en su casa de Cornish y dejó de conceder entrevistas. En cuanto pudo, hizo que se eliminara su foto de todos los libros. Construyó una valla de madera en torno a su terreno para entorpecer la labor de los paparazzi que acudían hasta allí en busca de una fotografía suya, aunque fuera yendo a buscar el correo o sacando la basura. Algunos podían esperar días con tal de lograrlo, aunque muy pocos lo consiguieron. A la periodista Betty Eppes, una de las pocas con las que Salinger habló durante esos años, le confesó que escribir a Holden había sido un error.
Aun así, siguió escribiendo. Sobre todo acerca de la familia Glass, aquella que dio a conocer con el trágico relato Un día perfecto para el pez plátano. Su protagonista, Seymour, es también la figura central de Hapworth 16, 1924, un relato que vio la luz en 1965 en The New Yorker. Fue lo último que Salinger publicó, y no se supo nada más de él hasta 1974. Tras dos décadas sin entrevistas suyas (se cree que la última la había concedido a un periódico escolar, el año que se mudó a Cornish), Salinger llamó por teléfono al New York Times. Quería denunciar la publicación de una antología de antiguos escritos suyos que él no había autorizado. Habló durante una hora. La periodista que lo atendió, Lacey Fosbourgh, no pudo evitar hacer la pregunta obvia: ¿Habría nuevo libro de Salinger? «Encuentro una maravillosa paz en el hecho de no publicar (…). Publicar es una invasión terrible de la privacidad de uno», dijo él. «Me gusta escribir. Adoro escribir. Pero escribo para mí mismo y para mi propio disfrute».
¿Significaba eso que el público nunca podrían leer nada nuevo de Salinger? Sin duda, eso parecía. Pero no es así.
Se levantaba de madrugada para escribir, después leía, desayunaba y seguía escribiendo. En las raras ocasiones en las que salía de casa, llevaba siempre una libreta encima, por si se le ocurría alguna idea que necesitase anotar. Construyó una cabaña para trabajar aislado de todo, incluida su familia. Guardaba sus manuscritos en una caja fuerte, y en buena hora: gracias eso, su obra se salvó del incendio que asoló su casa en 1992.
Ahora, su hijo Matthew y su viuda están trabajando para poner esos mismos manuscritos a disposición del público. Media vida de escritura da para mucho; incontables documentos que recolectar, organizar y digitalizar. «Definitivamente, es un trabajo de años», contó Matthew en una entrevista en The Guardian en 2019. Unos ocho, calcula. «Pero cuando esté listo, lo compartiremos».
Jerome Salinger: ¿genio o villano?
Matthew Salinger ha abandonado su trabajo como productor y actor (interpretó al Capitán América en la película de 1990) para volcarse en el legado de su padre. Ofrece pocas entrevistas, como si temiera estar traicionando su recuerdo, aunque, cuando lo hace, solo tiene buenas palabras sobre él. «Era amable. Le gustaba hablar con la gente, con los vecinos, con los padres de mis amigos», contó a El País en 2019.
Esta imagen tan agradable, sin embargo, choca frontalmente con lo que otros han dicho de él, empezando por Margaret, hermana de Matthew e hija mayor de Salinger. En su libro El guardián de los sueños, retrata al autor como un padre distante, obsesionado con su trabajo y, en ocasiones, hasta violento; incluso habla de una época en la que Salinger, supuestamente, bebía orina.
Margaret no fue la única que ofreció un sórdido retrato del padre de Holden Caufield. En 1998, la escritora Joyce Maynard publicó Mi verdad, un relato autobiográfico sobre la breve relación que mantuvo con Salinger. Todo empezó cuando él le escribió para felicitarla por un artículo que había publicado. Comenzaron a intercambiar cartas, y llegaron a vivir juntos durante unos meses. Pero de un día para otro, la cosa terminó. En su libro, Maynard describe su última discusión: «Te has pasado la vida escribiendo basura vacía, y ahora quieres aprovecharte de mí», la acusó Salinger, y después la echó de la casa. Él tenía cincuenta y tres años. Ella, dieciocho.
Mi verdad desencadenó una lluvia de críticas sobre Maynard; la acusaban de oportunista, apoyándose también en su decisión de subastar las cartas que Salinger le había escrito en los inicios de su relación. Sin embargo, varias mujeres se pusieron en contacto con ella. Al parecer, también habían recibido cartas de Salinger en esa época.
La preferencia del autor por las mujeres más jóvenes que él (mucho más jóvenes) es un hecho. Claire Douglas, su segunda esposa y madre de sus dos hijos, tenía catorce años menos Salinger. La conoció cuando ella aún estudiaba en la universidad, igual que a Joyce Maynard. Después de que Claire le pidiera el divorcio, se lo relacionó con la actriz Elaine Joyce, veintisiete años menor que él, y, finalmente, a los sesenta se casó con su tercera esposa y actual viuda, Colleen O’Neill. Ella tenía veintiún años.
Hasta la última coma
Algunos lo consideran un genio, otros un villano (muchos, ambas cosas) pero hay algo constante en todos los testimonios sobre Salinger: su trabajo era su pasión. Era un perfeccionista que no consentía que se modificasen sus textos, hasta el punto de reconocer si el editor había cambiado una coma de un relato suyo sin su consentimiento. En 1948, su amigo A. E. Hotchner trabajaba en Cosmopolitan, y Salinger le ofreció una de sus historias, con la condición de que no cambiara absolutamente nada del texto. Y así fue… salvo por el título. Hotchner no se dio cuenta de que sus superiores habían cambiado el título del relato de Needle on a Scratchy Phonograph Record a Blue Melody. Para cuando lo vio, era demasiado tarde: la revista ya estaba impresa. Quedó con Salinger para explicárselo. «Te dije que te encargaras de esto; te lo confié a ti. Y nunca volveré a confiarte nada más», fue su respuesta. Y dicho eso, se marchó.
Según cuenta su hija en El guardián de los sueños, su perfeccionismo iba más allá de las palabras. «Para mi padre, tener algún fallo es motivo de repulsión, tener un defecto es ser un desertor, un traidor, o una traidora. No me extraña en absoluto que su mundo esté tan vacío de personas reales ni que sus personajes de ficción se suiciden tan a menudo».
Un hombre amable. Un hosco ermitaño. Un escritor brillante. Un manipulador de mujeres jóvenes. Un padre bondadoso o uno distante y estricto. ¿Cuál de ellos fue Salinger en realidad? Quizás todos, quizás no. Es posible que nunca lograra esa total privacidad que tanto anhelaba, pero la verdad sobre J. D. Salinger fue un secreto que Jerome David sí consiguió guardar.