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Reportaje central

Autoficción en la literatura juvenil

El Templo #95 (Agosto-Septiembre 2023)
Por Gabriela Portillo
711 lecturas

Hay quien dice que la realidad supera la ficción. Los amantes de los libros somos un poco reticentes a esta postura y nos resistimos a dejar de lado nuestros mundos imaginados. Entonces, ¿por qué no mezclar ambas visiones para dar con una fórmula explosiva? De esto trata precisamente la autoficción, un tipo de literatura que toma las vivencias personales como material creativo.

Puede que no te suene este término tan académico, pero seguro que conoces muchos autores que se inspiran en su propia vida para contar historias. En los últimos años, las novelas que mezclan personajes y hechos reales con ficción han vivido un auge digno de la era distópica y el boom del romance sobrenatural, y la literatura juvenil no se ha quedado atrás en la tendencia. En este reportaje te contamos en qué consiste este fenómeno, sus principales exponentes y las múltiples formas que adquiere.

Autobiografías, memorias y diarios

Si somos puntillosos, estas tres formas literarias no entrarían en la categoría de autoficción, porque narran una serie de acontecimientos vitales tal y como sucedieron. Por tanto, técnicamente los consideraríamos obras de no ficción. Sin embargo, ya sabemos que en el arte las etiquetas son difusas y los escritores, propensos a saltarse todas las normas.

Cuando escriben sobre su propia vida, los autores pierden objetividad. Inevitablemente, moldean su relato acorde a una intención estética y al mensaje que quieren comunicar. De este modo, seleccionan los fragmentos más interesantes para el lector, omiten ciertos detalles, magnifican y exageran algunas partes… En definitiva, crean una obra literaria, alejada de los libros históricos o las biografías de personajes célebres donde el rigor histórico predomina sobre el valor artístico. A continuación desgranamos cada ejemplo en profundidad, ordenados de mayor a menor objetividad.

Las autobiografías repasan la vida de una persona concreta —generalmente célebre o con una trayectoria muy inusual— en orden cronológico. Como las biografías, suelen cubrir la trayectoria completa del protagonista, desde su nacimiento a sus últimos años. La mayor particularidad es que el propio autor es quien cuenta su vida. También puede apoyarse en un coescritor para pulir el texto. Es el caso de Yo soy Malala, la famosa autobiografía de la joven Premio Nobel de la Paz, Malala Yousafzai, coescrita junto a Christina Lamb. El libro recoge la infancia y juventud de Malala, el ataque que sufrió a manos de los talibanes cuando iba a la escuela, su recuperación y su posterior lucha por los derechos de las niñas a la educación. Además de contar su propia historia, Malala aborda también la situación histórica y política de Pakistán para ayudar al lector a situar los hechos en un contexto. Junto al texto se integran varias fotografías de Malala y su familia, un recurso habitual en este tipo de obras.

Un poco más laxas que las autobiografías son las memorias. De nuevo, los autores utilizan su vida como contenido literario. Sin embargo, el formato no es tan estricto y permite jugar más con el estilo, el tiempo y la extensión. Es común que los autores prescindan del orden cronológico y seleccionen una vivencia o evento particular sobre el que quieren escribir sin necesidad de desarrollar toda su trayectoria vital. Por ejemplo, Jordi Sierra i Fabra escribió unas memorias literarias bajo el título de Mis (primeros) 400 libros. Gracias al minucioso registro que lleva de su propia obra, Jordi relata los aspectos más interesantes de cada uno de sus proyectos literarios, incluso los inéditos.

En muchos casos, la propia experiencia sirve como base para desarrollar reflexiones sobre un tema específico. Así, los autores incluyen también otros puntos de mira o investigaciones relacionadas para amplificarla y situarla en un marco universal. En Todas las palabras que no me han dicho, Véronique Pouláin parte de sus vivencias como hija oyente de padres sordos e integra información general sobre esta realidad con anécdotas más personales.

Por último, los diarios constituyen un ejemplo claro donde la propia vida se convierte en la materia prima de la escritura. Cada entrada corresponde a una fecha concreta y recoge los acontecimientos, impresiones y reflexiones del autor sobre su día. Quizás sea el subgénero más íntimo, porque los diarios muchas veces se escriben para uno mismo, sin intención de ser publicados. Como forma artística, el diario siempre ha estado muy ligado a la adolescencia, donde aparecen el sentimiento de pudor, las primeras dudas e inseguridades y la necesidad de expresarse. Aunque desde la ficción se ha recreado este formato de manera recurrente para conectar con el público juvenil, existen diarios verídicos que evidencian mejor el concepto de autoficción. El ejemplo más famoso es el Diario de Ana Frank, el testimonio de una niña judía aspirante a escritora durante el Holocausto nazi. Sus palabras nos acercan a una vivencia en primera persona de una de las peores tragedias de la humanidad, a la par que reflejan las angustias vitales propias de cualquier adolescente. Ahí reside su incalculable valor, no solo como documento histórico, sino como obra de arte.

Otro ejemplo más reciente es el diario de Esther Earl, Una estrella que no se apaga. En las entradas, Esther habla de su enfermedad, el cáncer, así como de sus deseos y aspiraciones. En su caso, las tecnologías y el mundo digital juegan un papel muy importante, ya que le permiten conectar con otras personas —incluido el escritor John Green— y compartir su historia antes de llegar a publicar un libro, mediante vídeos, fotografías y posts, que más tarde sus padres recopilan en este volumen.

Vidas noveladas

El género narrativo ofrece un terreno fértil para la autoficción. Muchos autores recurren a sus propias vivencias como fuente de inspiración para crear una trama, unos personajes o una ambientación. La historia se completa mediante la imaginación, inventando o modificando ciertos detalles a gusto del escritor. El grado de realismo y veracidad varía mucho: algunos autores son muy fieles a los hechos, mientras que otros prefieren tomarse más libertades creativas. En cualquier caso, las obras resultantes se presentan como historias de ficción y, por norma general, los límites de la realidad no se revelan al lector.

El caso de la autoficción en literatura juvenil tiene la particularidad de que, en la mayoría de ocasiones, el autor suele ser adulto y habla de un pasado lejano, cuando era adolescente. Por eso es común encontrar obras de carácter melancólico, en las que el autor vuelve a su yo adolescente, a su pueblo de la infancia o a ese verano que lo cambió todo. Al conocer tan bien el material de partida, los autores recrean con mucha exactitud las sensaciones y emociones de esta etapa, con el valor añadido de las reflexiones que conlleva la madurez. Varios autores nacionales reconocen recurrir a su vida con asiduidad como fuente de inspiración para sus libros. Por ejemplo, Vicente Muñoz Puelles declara abiertamente que ha convertido toda su vida en varias novelas. En La voz del árbol, una obra de autoficción basada en la vida en familia con sus hijos, pone de manifiesto esta orientación cuando la protagonista describe a su padre, el alter ego de Muñoz Puelles: «Papá buceó en su propia infancia e hizo lo que siempre había hecho: narrar con sencillez una historia para cualquier edad». Más tarde añade que «es imposible escribir algo que no se parezca a uno». Por su parte, María Menéndez-Ponte recrea su fantasiosa infancia mediante el alter ego de Verónica Torres en Verónica Torres se rebela contra el mundo, aunque antes de esta obra solo se había atrevido a versionar la vida de su marido e hijos.

Y es que otra opción menos «egocéntrica» consiste en homenajear la vida de un ser querido, ya sea por la influencia que ha tenido en nuestra persona o por pura admiración. Por ejemplo, en Alzar la voz, Ana Alonso enlaza la vida de su abuela, su madre y la suya propia con la de una joven ficticia para subrayar la lucha generacional de las mujeres por la igualdad. El libro incluye un útil anexo con un taller sobre la autoficción en el que se refuerza que la mezcla entre contenido autobiográfico y ficticio atiende a razones literarias.

Otro ejemplo en que un autor ficcionaliza la historia de su familia lo encontramos en Los niños de Willesden Lane, una novela ambientada en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial. En ella, Mona Golabek (con la ayuda de Lee Cohen) narra cómo la música ayudó a su madre, Lisa Jura, a superar el horror que supuso huir de su hogar siendo una niña. Como ves, los relatos sobre esta época histórica son muy comunes dentro del género. No es de extrañar que los supervivientes hayan querido aportar su visión particular. En el caso de la autora Christine Nöstlinger, ofrece una perspectiva muy diferente desde el sentido del humor en el libro ¡Vuela, abejorro!

La autoficción se emplea en muchas ocasiones para contar historias de superación y acercar al lector de primera mano a otras realidades que, por lejanía o invisibilidad, no conoce. Para ahondar en la experiencia de las personas refugiadas te recomendamos En el mar hay cocodrilos, donde Fabio Geda noveliza la experiencia migrante de Enaiatollah Akbari, quien figura también como coautor. En el ámbito de la discapacidad, destaca Mi hermano persigue dinosaurios, la novela en que Giacomo Mazzariol ilustra su vida junto a su hermano Giovanni, que nació con síndrome de Down. Y para conocer un testimonio de diversidad sexual, lee El chico de las estrellas, un relato poético sobre el camino de descubrimiento de un chico gay. Su autor, Chris Pueyo, es un claro exponente de la tendencia entre los autores más jóvenes a escribir autoficción, género que exploró de nuevo en La abuela.

Porque los jóvenes también escriben, y muchas veces se inspiran en sus vidas, que reflejan en novelas juveniles para conectar con los lectores de su edad y compartir sus inquietudes e ilusiones respecto al futuro. Por ejemplo, Libby Scott es el nombre real de Tally, la niña tigre, la protagonista de la novela homónima que sigue la vida de una niña autista y que coescribió junto a Rebecca Westcott.

Vidas en viñetas

En ocasiones, los ilustradores y artistas deciden contar su historia, y para ello emplean formatos visuales más extensos, como la novela gráfica o el cómic. De hecho, esta práctica es muy común en la literatura para jóvenes, y alguna de las obras más importantes de los últimos años derivan de ella.

La precursora de esta corriente seguramente sea Persépolis, de Marjane Satrapi. En esta colosal obra, la autora cuenta sus años de infancia durante la revolución iraní y de juventud en el exilio. Los dibujos, en blanco y negro, derrochan expresividad y transmiten de manera muy cruda las emociones de la autora, que se cuela como narradora para comentar sus propios recuerdos en un juego metanarrativo que fusiona la ficción y la realidad.

Tras Satrapi han surgido grandes nombres asociados a la autoficción gráfica, como Maia Kobabe, autore de Género Queer: una autobiografía, donde narra su proceso hasta definirse como persona no binaria; Tillie Walden con Piruetas, sobre su experiencia en el patinaje sobre hielo competitivo; o Raina Telgemeier, la reina del cómic juvenil, con su trilogía compuesta por ¡Sonríe!, Hermanas y Coraje, en la que cuenta en clave de humor diferentes episodios de su infancia. De hecho, la autora hasta ha publicado una guía para animar a los lectores a contar su historia mediante viñetas titulada Dibuja y ¡sonríe!

Una vuelta de tuerca

Además de la narrativa, la autoficción puede explorarse a través de muchos otros géneros literarios. La poesía, por su capacidad de síntesis y de evocación de imágenes y sentimientos, es el lenguaje preferido por algunos autores para contar su historia. Es el caso de Laurie Halse Anderson, una autora más conocida por su prosa, que suele tener retazos de autoficción (en Cuando los árboles hablen se inspiró en su propia experiencia como superviviente de abuso sexual para crear a Melinda, la protagonista, y en A orillas de un mismo recuerdo se basa en su padre, veterano de guerra). Sin embargo, para escribir sus memorias optó por el verso; Shout aún no se ha traducido al castellano, pero puedes leer nuestra opinión en la reseña del número 87. Spoiler: te la recomendamos.

Hasta ahora hemos mencionado obras de corte realista, pero la autoficción no se limita a ella. Varios autores han integrado experiencias de la vida real con elementos fantásticos y de ciencia ficción. Estas herramientas permiten distanciar la autoría, resignificar ciertas experiencias o explorar nuevos caminos. En El abismo, Neal Shusterman inventa un mundo fantástico que evoca las visiones que sufre su hijo a causa de una enfermedad mental.

Una posiblidad curiosa y que también se sitúa al límite de la definición de autoficción (o incluso la invierte) es el cameo del autor en su propia obra. Es común que un escritor se inmiscuya en su relato en el papel de narrador omnisciente; ocurre, por ejemplo, en la saga de Una serie de catastróficas desdichas. Sin embargo, suele aparecer como un ente inmaterial o un alter ego, en este caso mediante el pseudónimo de Lemony Snicket. Lo que hace César Mallorquí en La estrategia del parásito es introducirse a sí mismo (y a su mujer) como un personaje más de la historia. Así se invierten las reglas de la autoficción tal y como la conocíamos: un elemento real se inserta en un universo completamente ficticio. Como te revelábamos al principio, a los escritores les gusta ponernos el trabajo difícil.

Desafíos y virtudes

Después de este repaso por las formas que toma la autoficción, queda claro que es un género escurridizo y lleno de excepciones. En este apartado profundizamos en los desafíos que plantea, tanto al escritor como al lector, y las virtudes que posee.

Al tratarse de experiencias reales, el contenido de los textos de autoficción es más delicado de lo normal. Si los autores se vinculan tanto con sus obras de ficción, imagínate qué importante será para ellos la historia de (literalmente) su vida. Además, ya hemos visto que los hechos que suelen narrarse marcaron al autor para siempre, en muchas ocasiones de manera traumática, y definen su identidad. Por lo tanto, hablamos de contenido muy sensible. De este modo, es importante leer estas obras con respeto, desde un prisma de comprensión y con la mente abierta.                                                                         

Por si fuera poco, la autoficción suele involucrar a otra gente además del autor, ya sea de manera secundaria o principal. En ocasiones, esas personas han dado su consentimiento, pero en otras no es posible o no se busca, o bien porque han fallecido, o bien porque el escritor no mantiene contacto con ellas. Surgen así dilemas éticos sobre el derecho a la privacidad y la preservación del anonimato. ¿Es legítimo leer un diario íntimo? ¿Hasta que punto es moral inventar sobre la vida de otra persona? Son preguntas complicadas que admiten muchos matices y han de examinarse a la luz de los casos específicos, pero que deben tenerse en cuenta para evitar causar daños a segundos. Una opción muy común para evitar estos problemas es usar pseudónimos o cambiar detalles como la localización de la historia, el género, el nombre y la edad de los personajes, aunque no siempre es posible ocultar la identidad de todas las personas.

A raíz de este «enmascaramiento» se plantea otra gran diatriba en el género: la autenticidad. Hay muchos argumentos posibles a favor de mantenerse fiel a la realidad, como mantener las expectativas a un nivel realista o mostrar el crisol de todas las emociones existentes sin endulzar el relato, pero también hay argumentos en contra, como mejorar la historia para entretener al público, omitir intrascendentes o pulir el aspecto estético. Muchos afirman, además, que no hay una versión clara e inmovible de la «verdad». La subjetividad juega un papel inevitable en el modo en que experimentamos unos eventos concretos y, por si fuera poco, la memoria es falible. Todo recuerdo es ficción, como quien dice. Así que parece difícil que exista una opción perfecta.

Por contra, esa capacidad de manipular y actuar sobre nuestros recuerdos puede ser muy beneficiosa. La escritura sobre la propia vida sirve para reordenar nuestras vivencias, ponerlas en perspectiva, procesar situaciones pasadas, reconsiderarlas a los ojos de otro (el futuro lector)... Tan solo con el ejercicio de exteriorizar y construir un todo narrativo ya se obtiene cierta claridad y comprensión sobre uno mismo. Si además se juega con la ficción, cambiando una decisión, un escenario, un resultado, etc., entonces se puede resignificar nuestra narrativa interna, buscar nuevas interpretaciones a situaciones dolorosas y ser más benevolentes con nuestro yo del pasado. Los efectos terapéuticos de este arte todavía continúan estudiándose, pero no hay duda de que aumenta el autoconocimiento y, muchas veces, puede suponer un gran alivio.

Más allá de la escritura, la publicación conlleva asociada la exposición pública del propio testimonio, que podrá ser más o menos revelador. Este acto de comunicación sirve, como señalan Ana Alonso y Laurie Halse Anderson, para «alzar la voz» y denunciar realidades injustas, y así reclamar tu derecho a decidir sobre tu propia historia y contarla a tu manera. Además, ese testimonio puede servir a otros para reconocerse y animarles a su vez a compartir sus experiencias para crear una red de apoyo.

Así que, ya ves, todos tenemos una historia que contar: la nuestra. Es cuestión de probar hasta encontrar el formato, enfoque y versión que más te represente. Y si no te convence, siempre puedes pedir prestada su vida a alguien de tu entorno, como un verdadero escritor.